Por Mario Quevedo, en Cantabricus
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No son raras las noticias que incorporan el término “gestión de fauna”. Puede ser la cría en cautividad y mediática liberación de linces a una población amenazada. O puede ser matar ciervos, porque algún punto de vista dice que hay demasiados.
Menos raras aún son aquellas acompañadas del término “gestión del hábitat”, supongo que porque los hábitats corren y vuelan menos que la fauna. Esa gestión, a veces denominada “mejora” por los más optimistas, puede consistir en quitar individuos de una planta hierba alóctona, o quemar los matorrales de Calluna vulgaris. O muchos otros ejemplos.

Paisaje resultado de quemas controladas de brecina para maximizar la densidad de una especie cinegética, Lagopus lagopus.
El objetivo de esta entrada es argumentar por qué la típica “mejora del hábitat” no es tan buena idea.
Y es que la propia naturaleza de las especies biológicas complica esto de la gestión. Más o menos todos tenemos idea de qué es una especie: un conjunto de organismos de apariencia más o menos común, capaces de reproducirse entre ellos, e incapaces de producir descendencia fértil con otros organismos.
Menos gente se habrá planteado cómo han llegado las especies a serlo: su aspecto, comportamiento y hábitat son consecuencia de las presiones de selección experimentadas por cada una de ellas, a lo largo de las generaciones. Esas presiones de selección las ejercen las condiciones ambientales y las interacciones con individuos de otras especies. Podría ocurrir que la especie actual sea en parte consecuencia de condiciones e interacciones pasadas, ya extintas, pero esa es otra historia. Cada especie supone por tanto una solución posible a un rango de temperatura, de humedad, de salinidad; una solución posible a que muerdan sus hojas más o menos, se coman sus frutos más o menos, o la persigan por el bosque con consecuencias más o menos fatales para algunos individuos.
Cada especie es especial, o no lo sería.
Las diferencias ecológicas entre las especies permiten la coexistencia e interacción en un territorio determinado [1] formando una “comunidad ecológica”, concepto resbaladizo y biodisperso, pero seguramente imprescindible [2, 3]. ¿Como encaja ahí el impulso de gestionar naturaleza?
La llamada “mejora de hábitat” busca, cuando sus motivaciones son honestas, desviar las condiciones ambientales para favorecer alguna de las soluciones adaptativas que llamamos especies. Sin embargo una “mejora de hábitat” destinada a una especie dependiente de los árboles “empeora el hábitat” de esa otra especie dependiente de los matorrales. Raro, muy raro será poder contentar a las dos especies a la vez, entre otras cosas porque necesitaríamos un conocimiento que no suele estar disponible, ni ser financiado. Mucho más difícil aún será contentar a tres. ¿Y a todas las demás? Es posible a corto plazo manejar de forma mono-específica, favoreciendo a una especie escasa en detrimento de otras comunes. Pero en el contexto actual de expansión de población humana, hábitats humanizados y extinciones, poco tardaremos en encontrar conflictos con otras especies escasas, y con sus defensores.
En casos excepcionales, casi siempre urgentes, la gestión mono-específica estará especialmente justificada. Podemos oír hablar de operaciones con connotaciones de rescate y acción trepidante: en unas capturan toda la población remanente de un loro no volador, y la trasladan a una isla libre de predadores introducidos por el hombre, letales para el loro por no formar parte de su trayectoria adaptativa [4]. Vamos, que el loro ese no vuela. En otras, trasladan unas cuantas hembras de un gran felino de una población en buen estado a otra aislada y en declive, buscando diluir los efectos negativos de la consanguinidad [5]. Las excepciones y las urgencias son posiblemente inevitables, pero cuando pasan a ser la norma seguramente reflejan improvisación.
Una alternativa más robusta, que no más sencilla, buscaría proteger una comunidad de especies, su hábitat, y las interacciones ecológicas entre ellas. Y debería empezar por ser consciente de algunos problemas inherentes a las reservas: no es posible proteger a todas las especies en un espacio limitado. Debería tener en cuenta también que las comunidades ecológicas son dinámicas, cambian como consecuencia del tamaño del ecosistema, de las condiciones ambientales, y de las interacciones. Simplificando, reservar un área ocupada por un determinado ecosistema no implica poder retener en ella a las especies dependientes de él. Imagínate un representante político declarando que “los osos son patrimonio de todos los [comodín gentilicio], y por eso apoyamos que esta reserva tenga 10 km²”. No cuela; no caben. Los osos se irán de la reserva, o sólo pasarán por ella de vez en cuando. Y si otras especies dependen de ellos, querrán también discutir con el representante político. Esa cadena de interacciones es ecología (la discusión sería ecologismo).

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La alternativa de planificación y protección generalista es compleja [6]. Seguramente tendría que comenzar por buscar un estado de referencia concreto, a partir de información histórica y paleoecológica [7]. Después evaluaría el estado de conservación actual del ecosistema frente a esa referencia. Hasta ahí, hablamos de tareas de naturaleza esencialmente objetiva, contrastable.
A continuación tocaría definir objetivos de conservación. Esa tarea, por su naturaleza más subjetiva y por interferir con la actividad humana, destaparía seguramente dificultades de naturaleza social o política. Se me ocurre por ejemplo que la conservación de un ecosistema trasciende los límites administrativos locales y regionales, tan preciosos en reclamaciones identitarias pero carentes de base biológica. Generaría seguramente también debate a la hora de fijar los objetivos de conservación: las posibles opciones no serán binarias, la mejor ciencia disponible no será siempre concluyente, o se querrá matizar la biología con la sostenibilidad de determinadas actividades [una buena lectura sobre sostenibilidad en 8]. Y hará falta recordar a los representantes políticos que la ciencia debe ser independiente para seguir siendo ciencia, y que sus decisiones políticas deben estar informadas – pero no necesariamente obligadas – por esa ciencia.
A la hora de definir objetivos, habrá quien opte por gestionar el ecosistema para que se parezca lo más posible al estado de referencia. Ahí surgirán términos evocadores pero resbaladizos como “prístino”, “natural”, y quizás otros más precisos como “restauración”. Una estrategia de ese tipo incluiría un análisis del papel de la perturbación no humana en la consecución del estado referencia. Incluiría también una evaluación de si sería necesario simularla, evitando proteger una versión in vitro de un ecosistema. Un ejemplo fácil: en los bosques boreales de coníferas el fuego es una perturbación natural (no confundir con la labor de cretinos y criminales); los incendios recurrentes condicionan la composición y abundancia de especies de esa comunidad forestal. La supresión de la perturbación, por el motivo que sea, implica cambios en el ecosistema [9]. Sin embargo, si todo lo que tienes es una pequeña reserva de bosque viejo, resultará moralmente difícil permitir que el fuego “haga su trabajo”.
Otros en cambio preferirían no gestionar en absoluto, propiciando la wildness anglosajona [10], el asalvajamiento, y que la comunidad se desarrolle o recupere en función de las condiciones ambientales y especies presentes en el momento de la protección. Esa aproximación implicaría admitir incertidumbre acerca del carácter del espacio protegido de turno, cuya dinámica implicaría perder unas especies, ganar otras, y cambiar la proporción de la mayoría.

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Y luego estarán aquellas situaciones en las que la gestión pretenda balancear conservación de biodiversidad y producción. Es el campo de trabajo de la sostenibilidad (la disciplina real, no la etiqueta facilona), y escenario de debates con mucha “profundidad de banquillo” [11]. Además de debatir cómo conservar a pesar de querer producir, se debaten también asuntos de calado social como la justicia de los repartos, la seguridad alimentaria, o la eficiencia.
No escribo aquí nada nuevo, nada que no esté discutido en la literatura científica, lo que no quiere decir que las soluciones sean simples. La naturaleza no lo es, no se presta al determinismo de la ingeniería. Una gestión a largo plazo, planificada y enfocada a ecosistemas, generaría debates. Creo no obstante que esos debates serían mucho más útiles, basados en décadas de ciencia ecológica, y en manejo adaptativo.
Una opción así proporcionaría seguramente menos fotos diáfanas y titulares sonoros, al menos al principio, y requeriría un compromiso temporal muy superior a los ciclos electorales. Por otro lado, requeriría mayor y más eficiente inversión pública en seguimiento y conservación de esas comunidades; es decir, requeriría la creación de empleos públicos, destinados a cuidar la salud del medio en que vivimos.
No me parece mala esa foto.
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Referencias
1. Amarasekare P. 2009. Competition and Coexistence in Animal Communities. In: Levin SA, ed. The Princeton Guide to Ecology. Princeton University Press.
2. Ricklefs RE. 2012. Disintegration of the Ecological Community. The American Naturalist 172: 741–750.
3. Morin PJ. 2011. Community Ecology, 2nd Ed. Wiley
4. Stolzenburg W. 2012. Rat Island: Predators in Paradise and the World’s Greatest Wildlife Rescue. Bloomsbury Publishing.
5. Johnson WE et al. 2010. Genetic Restoration of the Florida Panther. Science 329: 1641–1645.
6. Simberloff D. 1998. Flagships, umbrellas, and keystones: is single-species management passé in the landscape era? Biological Conservation 83: 247–257.
7. Willis KJ, Birks HJB.2006. What is natural? The need for a long-term perspective in biodiversity conservation. Science 314: 1261.
8. Fischer J et al. 2012. Human behavior and sustainability. Frontiers in Ecology and the Environment 10: 153–160.
9. Nilsson M-C, Wardle DA. 2005. Understory vegetation as a forest ecosystem driver: evidence from the northern Swedish boreal forest. Frontiers in Ecology and the Environment 3: 421–428.
10. Landres P. 2010. Let It Be: A Hands-Off Approach to Preserving Wildness in Protected Areas. In: Cole DN, Yung L, eds. Beyond Naturalness: Rethinking Park and Wilderness Stewardship in an Era of Rapid Change. Island Press; 2010.
11. Kremen C. 2015. Reframing the land-sparing/land-sharing debate for biodiversity conservation. Annals of the New York Academy of Sciences 1355: 52-76.